Simón Desfosseux en su barraca en el Trocadero. Ya ha logrado, desde hace dos semanas, alcanzar las 2800 toesas con sus obuses Villantroys-Ruty. Por tanto, hasta la plaza de San Antonio. Gracias al equilibrio entre la arenilla y el plomo. Van sin espoleta ni pólvora, esto es, nunca estallan; pero al menos, caen, más o menos, donde deben caer. Los informes que llegan de Cádiz mencionan más susto y destrozo que víctimas, pero bastan para cumplir expediente.
La última comunicación del comisario español, tras un silencio de dos semanas, detalla que para la madrugada de dentro de cinco días apunte a la plazuela de San Francisco, entre el convento y la iglesia del mismo nombre. A este sector alcanzan las bombas que estallan. Pintoresco sujeto ese comisario. Duda el artillero de que las autoridades españolas aceptaran que uno de sus policías, en connivencia con el enemigo, orientase los disparos que caen sobre la ciudad, causando destrozos y muertes. Él se limita a cumplir su parte del acuerdo.
Se dispone ha realizar unos disparos rutinarios, los que corresponden de madrugada, apuntando a la plaza de San Antonio, San Felipe Neri y edificio de la Aduana. Las bombas hacen más daño que antes, pero no cambiarán la situación. Cádiz sigue ahí. Alza un moderno catalejo nocturno, lo monta en el trípode, y recorre los contornos oscuros de la ciudad. Se para en el edificio de la Aduana, donde reside la Regencia, sobre el que ha colocado encima algunas bombas bien dirigidas.
Apunto de retirar el catalejo, nota una sombra móvil deslizándose por el agua, un barco con todo el trapo izado, ciñendo el viento, navegando silencioso en la oscuridad.
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