Felipe Mojarra baja por la escalera de caracol a tientas. Nota la boca seca y la piel acorchada, insensible a todo excepto al estremecimiento periódico del pulso que late. Aún le roe la garganta su propio gemido de estupor; la queja desesperada, ronca y rebelde, ante lo inexplicable, lo absurdo, lo injusto. La desolación en no reconocer en aquél cadáver pálido y desgarrado a la hija. (797)
Abajo, en el sótano, recobra la estabilidad, la mano apoyada en la pared. La luz indecisa muestra a un hombre desnudo a excepción de una manta puesta sobre los hombros y un vendaje sucio sobre la cintura. Sentado con la espalda contra la pared, grilletes en las manos y los pies. Verdugones de golpes por todo el cuerpo. Levanta la mirada hacia el salinero, mediana edad, pelo rojo, piel moteada. Felipe Mojarra abre la navaja y ésta emite un chasquido. (798)
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