En la torre vigía de la terraza de su casa en la calle Baluarte, Lolita Palma enfila con el catalejo las líneas de la costa, los débiles puntos luminosos de Rota. Tiembla de frío, a pesar de la toquilla de lana que lleva puesta encima de la bata. Las manos y el rostro ateridos, los ojos lagrimeando. La idea de la pérdida del Marco Bruto y su cargamento le angustia. Piensa en Pepe Lobo, rodeado de hombres curtidos, tallados por el mar, escudriñando la oscuridad por delante de la balandra.
De pronto, en la ensenada de Rota, diminutos fogonazos, y como truenos muy lejanos.
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